domingo, 24 de abril de 2011

Algunas notas sobre lo conocido del teatro

(En relación con las clases del actor, dramaturgo y director Oswaldo Blanco, los sábados por la mañana, en un salón de espejos, del teatro Municipal de Valencia. Con fondo musical de Mozart, aportado por los ensayos de la orquesta sinfónica municipal. Sentados en círculo, el dialogo siempre lo comienza Oswaldo. Siete alumnos en promedio, después de desayunar bombas con crema, algunos somnolientos, otros atentos. Presentes uno que otro silencio o chiste oportuno.)

¿Qué es lo especial del teatro? Indudablemente que la extrañeza, no lo extraño de los actores, ni lo extraño de la obra. Lo especial del teatro es la extrañeza que genera en el espectador. Esa extrañeza que provoca el palpito, el nerviosismo, la espera, la premonición de lo que va a pasar, y el efecto del final de la obra sobre el alma del que simplemente presencia.
Porque a pesar de ser espectador, presumible pasivo; se es espectador activo. En el teatro no solo se ve, se huele, se sienten escalofríos, miedo, fatiga, espera, aburrimiento. Se puede gritar, llorar, reír, lanzar cosas, etc.… El teatro jamás podrá ser moderno en cuanto acaba con la inmediatez de la modernidad. El hombre debe esperar en el teatro, debe entregar el control a la trama.
La angustia generada por esa situación de invalidez, de pasividad frente al devenir de la obra, es paralizante. Por lo tanto genera catarsis, mediante él “como si”, se estuviese viviendo la trama. Se escinde el hombre en dos totalidades, la totalidad que se era antes de ingresar al teatro; y una nueva totalidad que es la sumatoria de la anterior, mas la totalidad de ser espectador.
Ningún espectador puede saber de teatro, simplemente se es espectador. Para saber de teatro, docto, se debe ser actor. El actor es aquel que puede escindirse en dos totalidades, distintas, a veces radicalmente opuestas. Pero el actor debe regresar a la unicidad de su identidad al final de la obra. Debe retornar del hades dramático sin sufrir modificación “importante”, al igual que el Hermes olímpico, el dios Psicopompo, debe dar el mensaje y retornar. La función del actor es heroica en cuanto enfrenta a la tragedia sin estar viviéndola realmente, se confunden ficción y realidad. En ese constante peligro pendular entre realidad y ficción, se expone el actor, voluntariamente. La actuación es una habilidad solamente humana, que ha evolucionado al igual que el hombre, solo los hombres podemos fingir. La máscara, es la representación simbólica de la personalidad. No se aprende actuar, el hombre actúa desde su nacimiento, se aprende a caracterizar, a pronunciar un dialogo, a disfrazarse. El actor no aprende teatro, solo pone en práctica, amplifica, normaliza una habilidad filogenética.
Al igual que la poesía el teatro depende de las musas, por lo tanto carece, en parte, de la acción de la voluntad. Tanto para el que escribe la obra, el dramaturgo, o el que monta la obra. Y más aun del actor. El buen actor es aquel que entrega su voluntad, a la esencia del personaje. En una especie de disociación psicótica transitoria, una alienación permitida.
Para que una obra sea inmanente, trascienda al contexto temporal, espacial. Debe conquistar la esencia de lo divino, es decir carecer de cualquier relación valida con lo actual. Debe poder usarcé siempre, debe poder representarse siempre, sin perder su significado.
El dramaturgo no escribe para que su obra sea presentada, si lo hace perderá el sentido de la creación y fracasara en su intento. Debe abstenerse de imaginar el día del estreno de la obra. Su única función es crear, al igual que dios, a los personajes y entregarlos al libre albedrio.
El que monta la obra, el director deberá construir la escena, darle acción, hacer posible la obra. Tiene el poder de la adaptación, puede modificar, quitar, poner, ampliar, etc.… lo que no puede es reescribir la obra, plagiarla, violarla. El buen dramaturgo poco dirige, el buen director poco escribe, y el buen actor poco dirige y escribe. Esa distribución tríadica de los actantes del teatro, revelan lo neurótico del teatro. El triangulo omnipresente, el histrión, la histeria. Al igual que a la mujer histérica, el actor no le tiene miedo al ridículo.
El teatro difiere enormemente de la televisión o el cine. No se puede hacer teatro pensando en hacer TV o cine. Los tiempos y el manejo del espacio son distintos. El que va al teatro, va consciente de que va a vivir otra cosa. No es necesario que el espectador sea un hombre culto, no se va al teatro a entender. El entender la obra, lo hacen los críticos de teatro. El espectador simplemente vive la obra y se involucra al devenir de la misma. Cada espectador se va a identificar con el personaje que más se parezca a su momento vital. Allí actúa, el de javu. Es el principio catártico, la cura, la paradoja del “como si”.
Cuando se va a ver una obra, existe el ritual de espera. La espera fuera del teatro, los grupos hablando de cosas distintas a la obra, las parejas y los espectadores solitarios. Nadie va al teatro por casualidad. Luego se entra, uno siente la emoción, lo inmenso del teatro, el plafón, el escenario. Se dedica el espectador a verlo todo, a ver quienes entran, quien se sienta a su lado. El mejor sitio para sentarse es la tercera fila. Luego la luz se apaga, música, abre el telón… lo que viene es magia, placer, dolor, existencia.
Al finalizar cada quien coge su camino, reflexionando o no. Contentos, tristes, conformes, inconformes.
El teatro siempre será violencia, cambio, movilización. Los griegos nunca se equivocaron con su tragedia. Quizás irónicamente una de las tragedias de nuestro país, sea la carencia del teatro. Esa presencia de una realidad que parece imposible, ficción.
Para no parecer omnipotente, por eso de escribir sin citar. Usare algunas afirmaciones de Antonin Artaud, en su obra “el teatro y su doble”:
“Como toda cultura mágica que descifran los jeroglíficos adecuados, el verdadero teatro tiene también sus sombras, y de todos los lenguajes y de todas las artes, es el único que todavía posee sombras que han traspasado sus limitaciones. Y desde sus orígenes, podríamos decir que esas sombras no han soportado limitaciones. Nuestra idea petrificada del teatro está de acuerdo con nuestra idea petrificada de una cultura sin sombras, en la cual, se vuelva hacia donde se vuelva, nuestro espíritu sólo encuentra el vacío, en tanto el espacio está lleno.
Pero el verdadero teatro, por ser móvil y por valerse de instrumentos vivos, sigue agitando sombras en las que la vida no ha cesado de pulsar. El actor que no hace dos veces el mismo gesto, pero que hace gestos, se mueve y son duda brutaliza las formas, pero detrás de esas formas, y debido a su destrucción, llega a eso que sobrevive a las formas y las vuelve animadas.
El teatro que no está en nada pero que se sirve de todos los lenguajes: gestos, palabras, sonidos, fuego, gritos, se encuentra exactamente en el punto en el que el espíritu tiene necesidad de un lenguaje para producir sus manifestaciones.
Y la fijación del teatro en un lenguaje: palabras escritas, música, luces, ruidos, indica rápidamente su pérdida, la elección de un lenguaje que prueba el gusto que sentimos por las facilidades de ese lenguaje que, al desechar, produce limitación.
Tanto para el teatro como para la cultura, queda abierta la cuestión de nombrar y dirigir las sombras: y el teatro, que no se fija en el lenguaje ni en las formas, destruye por ese hecho las falsas sombras, pero prepara el camino para otro nacimiento de sombras en torno de las cuales se congrega el verdadero espectáculo de la vida”.
Bibliografía:
1. Artaud, Antonin (2005). El teatro y su doble. Buenos Aires. Sudamericana.

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